“Cuando la sotana huele a negocio y no a Evangelio” - Apresentado por Pe. Alberto Vieira, Comboniano
Hay realidades en la Iglesia que duelen, y esta es una de ellas. Hoy, muchos seminaristas viven con un estilo que contradice frontalmente el Evangelio que dicen preparar para predicar. Visten modestamente, pero sus muñecas brillan con relojes inteligentes; hablan de pobreza, pero cargan celulares de última generación y computadoras de alto costo. Y lo más grave: andan pidiendo dinero, apelando a la buena fe de los fieles, como si la vocación fuera un boleto que los demás deben financiar.
Esta contradicción no es una simple debilidad humana. Es una herida profunda en el rostro de la Iglesia, una falsificación del seguimiento de Cristo pobre. Es el clericalismo que se disfraza de necesidad, y la mundanidad que se reviste de sotana.
1. La incoherencia que escandaliza.
El Papa Francisco ha denunciado incansablemente a los “cristianos de fachada”, aquellos que proclaman el Evangelio con los labios pero lo niegan con su estilo de vida. En sus palabras:
“El pastor que busca el confort, que busca lo que le conviene, no es un pastor; es un funcionario” (Homilía en Santa Marta, 2016).
El seminarista que vive pendiente del modelo de su teléfono, de la marca de sus auriculares o de los lujos que puede obtener, no está caminando hacia el sacerdocio, sino hacia un estilo de vida clerical vacío, donde el ministerio se convierte en un estatus.
El pueblo de Dios no necesita seminaristas que compitan por quién tiene el mejor dispositivo, sino jóvenes que transmitan sencillez, austeridad y fe viva. Porque un seminarista que no sabe vivir con poco, ¿cómo podrá luego anunciar a un Cristo pobre y crucificado?
2. La mentira del “pobrecito seminarista”.
En muchos lugares, algunos seminaristas han aprendido a manipular la generosidad de los fieles. Usan su condición de “vocacionados” como escudo para pedir dinero: “para los estudios”, “para los gastos”, “para la formación”. Pero a la vez, publican fotos con aparatos de lujo, viajes y comidas caras.
Eso no es pobreza, ni necesidad: es incoherencia moral y espiritual. Es jugar con la fe de la gente, es convertir la vocación en una moneda de cambio. Y cuando el pueblo de Dios descubre ese engaño, la credibilidad de toda la Iglesia sufre. Porque la gente no distingue entre un seminarista falso y uno auténtico: ve la sotana y cree que todos son iguales.
Francisco ha sido tajante:
“El clericalismo es una perversión. Es una actitud que destruye el don gratuito del ministerio” (Carta al Pueblo de Dios, 2018).
Quien pide dinero sin necesidad real, mientras vive en la abundancia de las marcas, ha caído en la trampa del clericalismo y de la vanidad. No busca servir, sino ser servido.
3. El Evangelio no necesita “influencers” de lo sagrado.
Jesús no tenía dónde reclinar la cabeza. Su fuerza no estaba en los recursos, sino en la verdad que encarnaba. Cuando envió a los discípulos, les ordenó:
“No lleven oro ni plata ni cobre en sus cinturones” (Mt 10,9).
Esa instrucción sigue vigente. El seminarista que se aferra a sus lujos no confía en la Providencia, confía en la apariencia. Quiere parecer moderno, relevante, tecnológico. Pero lo que el mundo necesita no son curas con relojes inteligentes, sino corazones encendidos por el fuego del Evangelio.
Francisco lo repite con claridad profética:
“El pastor debe oler a oveja, no a perfume caro” (Misa Crismal, 2013).
Y muchos, tristemente, hoy huelen más a plástico importado que a Evangelio vivo.
4. Una Iglesia herida por la vanidad de sus futuros ministros.
Cada vez que un seminarista pide dinero injustamente, traiciona la confianza del pueblo de Dios. Cada vez que presume lo que tiene, hiere la sencillez del Evangelio. Y cada vez que se justifica diciendo “me lo regalaron”, sin discernir la humildad que exige el don, pone su corazón en el lujo, no en Cristo.
Esa vanidad en la formación es peligrosa. Si el seminarista se acostumbra a ser mantenido, luego exigirá ser servido. Si se forma creyendo que todo se le debe, acabará ejerciendo un sacerdocio autorreferencial, buscando privilegios, no almas.
No se trata de vivir sin medios, sino de usar los medios sin ser esclavo de ellos. Un seminarista puede tener un celular, sí, pero no puede hacer de él su ídolo ni su pretexto para la comodidad. El Evangelio exige desprendimiento, no excusas.
5. La conversión que urge.
No se trata de juzgar, sino de despertar conciencias. Los seminarios deben ser espacios donde se eduque el corazón para la pobreza, no para la apariencia. Donde se enseñe a vivir con sobriedad, con gratitud, con trabajo. Donde el joven entienda que su credibilidad no dependerá del modelo de su laptop, sino de la verdad de su testimonio.
El Papa Francisco ha dicho a los seminaristas:
“Formarse no es preparar una carrera eclesiástica, es configurarse con Cristo, pobre, obediente y crucificado” (Discurso a los seminaristas de la PUG, 2020).
Esa es la verdadera riqueza. Lo demás —el lujo, la ostentación, la búsqueda de donativos sin transparencia— es farsa, es mundanidad, es idolatría moderna.
6. Conclusión: el Evangelio no se compra.
La vocación no se mide en likes, ni en dispositivos, ni en lo que se posee. Se mide en la capacidad de dar la vida, de servir con alegría, de vivir con poco y amar mucho.
El seminarista que quiera seguir a Cristo debe mirar el crucifijo y recordar: ese es su único tesoro. Todo lo demás es accesorio. Y si su corazón está más pendiente de un Smart Watch que del Sagrario, entonces no ha entendido nada.
El Papa Francisco sueña con una Iglesia pobre para los pobres, y ese sueño empieza por formar seminaristas desnudos de vanidad y llenos de Evangelio.
Porque el día en que un seminarista deja de pedir dinero y empieza a dar testimonio, ese día la Iglesia renace con fuerza profética.